miércoles, 24 de octubre de 2012

VOLAMOS HASTA VIENA

Su alemán sólo aparece una vez en la noche, al decir que “lanzar” se dice casi igual que en español. Nos acercamos en español, en inglés a veces, y a veces mitad y mitad. Me recuerda ciertas cosas de la primera vez que hablamos. Me recuerda a mil sensaciones que no sé ponerles nombre. Es la primera vez que me dicen que hablo muy bien español. No puedo evitar reírme. Y me expli ca que a sus compañeros apenas los entiende cuando le hablan en español. Me dice de salir para hablar mejor, sin ruido. Vamos a otro bar y nos sentamos fuera. Al rato empieza a llover pero dice que sólo es una nube. Miro al cielo y parece que lleva razón. Pero cada vez llueve más fuerte. Le sugiero que mejor entramos y ella accede. Desde donde estamos hasta la Alameda hay un camino pero a ella no le parece tanto. Así que ya está decidido el destino. Durante el trayecto me cuenta que vivía en Berlín pero que ahora vive en Viena. Y pienso que sería brutal ver esa ciudad desde su memoria en este momento. Me cuenta que los chicos españoles dicen mucho y hacen poco y que en Viena son las chicas las que dan el primer paso. De repente empiezo a mudarme allí. Y le digo que sí, que me ha definido en pocas palabras. Sigue la conversación y me cuenta que como aquí, allí hay dos opciones: en la primera quedada al despedirse pasa “algo” suave; o si se quiere “volar”, pues “volamos”. Sé lo que quería decir con este verbo pero es divertido hacer como que no entiendo lo que quiere decir con este tipo de cosas. Se pone nerviosa porque piensa que ese era el verbo correcto. Le digo que lo diga en inglés. Se confirma lo que pensaba. Y le enseño el verbo apropiado en español. Aunque sin duda, “volar” es infinitamente mejor y mucho más conciso. Llegamos a la Alameda y nos volvemos a sentar fuera en un bar, aunque esta vez, debajo de un toldo. Se sienta cruzando las piernas y la falda y las medias negras me recuerdan a cuando muerdes las nubes y la gravedad cambia de constante. Da igual que llueva, que nieve, que caigan siete bombas nucleares. Es imposible que haya un vuelo más directo hacia la calma. Siempre me ha dado buen rollo la gente que sonríe cuando habla. Y ella no deja de hacerlo. Incluso cuando hablo yo. Se lamenta de que ya esté todo cerrado. Así que empezamos a andar sin saber muy bien hacia dónde. Me dice que si sé tocar la guitarra. Le digo que algo sé. Me cuenta que se le ha roto una cuerda y que no conoce ninguna tienda de música. Le explico dónde hay una. Me dice que en Viena tenía un profesor de guitarra pero que ya no lo tiene porque ella quería aprender a tocar “Layla” de Eric Clapton y él le dijo que sería mejor empezar con otras canciones más sencillas. Pero ella quiere tocar las canciones que le gustan, así que entre eso y el dinero que tenía que pagarle, hizo que optara por finalizar las clases. Le digo que si lleva cerveza, puedo darle “clases” gratis. A ella le parece una buena idea. Trato hecho. Lisboa se parece cada vez menos a ti. Paramos en la catedral. Vuelve a llover. Ella quiere que nos mojemos. Yo la convenzo para que nos resguardemos. Me encantan sus zapatos. Hace tiempo que no veo unos igual y no voy a decir quién los llevaba. “Volamos” hasta Viena en una habitación de Sevilla. Y aún duran las agujetas, que son sin duda la forma más torpe y absurda de recordarme constantemente que pasó por mí. Ahora conozco a qué sabe Viena en su ropa, en su forma de sonreír cuando no encuentra la palabra exacta para decirme. Y que yo, de alguna forma extraña, siempre sé cuál es.

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