Uno
siempre imagina que un día, sin saber cómo ni por qué, me mandes un mensaje a
las 5 de la mañana reconociendo que tampoco se dormía tan mal junto a mí. O que
el piano mata a la misma distancia cuando suena nuestra canción favorita. O que el vino en
tu piel resucita mis pulmones. O que el final de Juego de
Tronos coincide con tu “Sí, quiero. Pero ya veremos”. Uno siempre imagina que
un maldito día, sin saber cómo ni por qué, dejes al cabrón afortunado que te
prepara el desayuno mientras transcribe tus pesadillas los domingos en pijama.
O que diciembre pasa camuflado entre promociones de mierda del Corte Inglés y el
olor a castañas, sin que duela, sorprendentemente. Pero sorprendentemente
dueles en diciembre y en agosto. Aunque no huela a castañas. El frío no
llega tan alto, ya lo sabes. La torre de Mapfre entiende lo que miro. Pero uno lo que
imagina de verdad es que un día, sin saber cómo ni por qué, cojas un autobús y
quemes el porterillo hasta que baje, y coordinando la respiración con el
movimiento de tus Converse rojas, me digas con voz contundente y convencida: “Quiero volver”. Y yo, como un niño que abre el mejor de regalo de Reyes de su vida, mirarte fijamente a los ojos y decirte que no.