DESTROY
I
Ella me habla de cosas
que no entiendo muy bien. La exposición no ha estado mal. No sé casi nada de
fotografía. Aunque es suficiente con saber si me gusta o no. Hay algunas que sí.
Otras nada. Y nado entre las paredes blancas a pesar de que este mes sea
estático. Y ella sale a flote antes de abrir los ojos y adivinar la próxima inmersión.
Fueron demasiadas cervezas. O pocas radiaciones las que hicieron que el color
de su pelo se transformara. En cualquier caso, le digo que “La infelicidad puede
degenerar fácilmente en perversión. Más cerca. Si puedes. Más cerca todavía.”
(Destroy, Isabella Santacroce). Y cada vez tenemos menos ropa. Y cada vez hay
menos ruido de coches. Y así sucesivamente. Ella fuma hachís. Yo sigo con cerveza.
Ella me echa el humo en la boca porque le digo que no quiero fumar. Sonríe. Respiro.
Sonrío. Coincidimos en instantes semánticos que nada tienen que ver con los
espacios comunes que se parecen a un pensamiento irracional o al tono de mi voz
a las cuatro de la mañana. Y cada vez su lengua es más eficaz. Y cada vez
respiro mejor. Y cada vez mi memoria pesa menos. Y así sucesivamente. Hasta que
por fin, la infelicidad degenera o evoluciona –no lo tengo claro–, en
perversión. Convirtiendo en oxígeno lo que antes era imposible de imaginar que
sirviera para algo.
DESTROY
II
No sé si está
amaneciendo o se me olvidó contestarle. Desde mi azotea se mancha el “aún más
lejos” del naranja intenso con su rímel corrido y vaqueros de pitillo. Madrid
se ve desde aquí. A estas horas no me queda mucho. Pero quedan los últimos
restos de ella en algún lugar que desconozco y que intento no llegar de golpe.
Lo que llega de golpe se va también de golpe. Es el trato. Es el equilibrio.
Vomité en una esquina a las 6 de la mañana todo el “echarte de menos” que
llevaba dentro. Por si hacía la jodida estupidez de decírtelo. Ya sabes que el vodka
y tú siempre me habéis sentado como una puta mierda.