Siempre pensé que
tendías a lo destructivo como un labio tiende a lo seguro. Pero una tarde en la
que apenas tuvimos tiempo para saber la temperatura, me dijiste que no,
mientras terminabas de comerte un trozo de pastel en aquella cafetería pequeña.
No recuerdo de qué era. “Para nada. Prefiero la felicidad, sin duda”. En un
verano ambiguo, con turnos acumulativos, he borrado más de un mensaje a las
cuatro de la mañana en cualquier planta del Macarena. Y también me he
despertado pensando que estábamos en Conil o en Bolonia. Eres nieve en pleno
julio cuando sales de la ducha y mataría a más banqueros de los que conozco. Lo
social se mezcla contigo y sois uno. Y también eres V. Despentes, J. Sussan o I.
Santacroce. Incluso otras veces eres un documental sin cortes sobre el bosón
de Higgs y Ray Lamontagne. No me cansaré de repetir en voz alta mientras estás
encima de mí que “Tal como van las cosas / tal como va la herida / puede venir
el fin / desde cualquier lugar. / Pero caeré diciendo / que era buena la vida /
y que valía la pena / vivir y reventar.” (Félix Grande). Sobre todo contigo. Vivir
y reventar. Vivir y reventar, repetidamente. Hay quienes lo explicarán con sutilezas de mierda y términos intermedios
que ni enfrían ni calientan. Con palabras sobrevaloradas del cabrón de Pérez
Reverte. Con pinturas borradas del genocidio sobre Palestina. Llegados a este
punto, eres tanto y tan devastadora que sólo queda abrazarte o drogarme. Para
vivir y reventar.