sábado, 1 de diciembre de 2012

DIRÉ NOMBRES AL AZAR, Y AL AZAR TAMBIÉN TODO TENDRÁ TU NOMBRE

Aunque el invierno sea duro, si tus botas siguen a los pies de la cama, que empiece el bombardeo. Aunque las nubes no sean otra cosa, anoche eran tu sobredosis más acogedora. Anoche me importaba una mierda la música, la poesía, el cine y la economía mundial, pero en ese taxi, entre el alcohol y nosotros, había algo que nos separaba. Probablemente fuese el taxista. O probablemente fuesen los mareos que me entrarían al saltar hacia el asiento trasero y arrasar con toda la tapicería. Definitivamente era el taxista. Aunque ya no se hable tanto de la prima de riesgo, tu peligro siempre está ahí, presente, como los bóxers o la cicatriz que está al lado de mis costillas flotantes. Y no todo flota aunque soples, y no todo está en mal estado aunque pase la fecha. Míranos a nosotros. Los petroleros también piden deseos, pero sólo cuando nadie los ve. Avanzan sin hacer ruido, entre el humo del agua y la densidad de los anticiclones que no han llegado todavía. Quiero recordar algo parecido a estar radiante y sólo llego a tu nombre. Curiosa forma de llamarte para que todos se enteren. Curiosa forma de anunciar mi lugar favorito para perder el control y que todos lo sepan. En las mañanas de resaca siempre digo algunas tonterías, por ejemplo: “Voy a llamarte por cualquier nombre que no sea el tuyo. Marta, aeropuerto, prime time, ascensor, Lucía, puente levadizo o marcha atrás. No tienes que aprendértelos. De hecho a mí ya se me han olvidado. Diré nombres al azar, y al azar también todo tendrá tu nombre. Es la única forma que se me ocurre para explicarte que desde hace un tiempo, sólo sé pronunciar tus letras desordenadas como alguien que habla por primera vez, como alguien que aprende palabras nuevas que saben a nieve y a calefacción; que saben a << No lo digas, pero en cualquier momento reviento con esta droga que es tu lengua sembrando tempestades, que manda al carajo el cortafuegos de mi esternón, que baja y saluda a mi cicatriz desde lejos, que embarca en el próximo crucero, que sigue bajando y esto cada vez sube más, que llega a la zona cero o a la zona…sí, ponle la metáfora que te dé la gana porque ya estás ahí y mandas tú, con el vaivén de un columpio húmedo para decirte que me arden los ojos, que no encuentro ningún músculo de mi cuerpo, que no soy creyente pero el paraíso está en llamas, que está convulsionando mi hipotálamo, que parece que tienes un maldito metrónomo en…Reventé>>. Estarás contenta con lo que has conseguido. A lo que has reducido a alguien sin mediar palabra. Porque yo, sinceramente, no puedo estar más feliz”. Aunque los móviles táctiles no reconozcan nuestras huellas dactilares y no sepan de dónde venimos, tu gesto al colgar seguirá colapsando mi buzón de voz en los días de desconcierto con el mundo. Aunque hablemos de amor y se nos quede grande el término, en realidad, no cabemos en él. Todo tiende a reducirse y no hay nada más triste que eso. Pero si lo reducimos, vamos a hacerlo bien, para que quede claro. Nuestras palabras son “Sí” y “No”. << ¿Matarías por mí? Sí. ¿Morirías por mí? Sí. ¿Lo vas a hacer? No>>. En las mañanas de resaca siempre digo algunas tonterías, por ejemplo: “Quédate un poco más, con la que está cayendo. No subas la persiana, que te juro que está lloviendo como hace años que no llovía. ¿No escuchas la tormenta?”. Y el sol a punto de salirse por la boca.

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