jueves, 1 de noviembre de 2012

LISBOA. PARTE 3

El sábado por la noche se produjo el cambio de hora. En Portugal hay una hora menos que en España. Hasta ahí todo bien. El problema vino cuando algunos de nosotros no cambió la hora de España a Portugal. Del hostal teníamos que irnos sobre las 11:00. Esa noche fue peor que la del viernes. La resaca pesaba en cada músculo. Entonces empezó una conversación múltiple sin sentido. Pusimos la alarma a las 10:00 pero no sabíamos si realmente eran las 10:00 o las 11:00. P decía que eran las 11:00. A que eran las 10:00. J dormía. PR no decía nada. Y yo que eran las 10:00. Así estuvimos un buen rato hasta que PR o P, no lo recuerdo bien, fue a preguntarle al dueño del hostal qué hora era. Al final eran las 11:00. Así que nos levantamos lo más veloz que se pueden hacer ciertas acciones después de haber dormido cuatro horas y estando de resaca: a velocidad negativa. PR no sólo tenía su armario en la litera de arriba, sino que debajo de la cama tenía cosas que no sé de dónde las sacó porque en la maleta era imposible que cupieran. Que PR meta cosas debajo de la cama es algo habitual en todos los viajes. Para después echarle la culpa a J de que vaya la mierda que le mete debajo de su cama. Nos fuimos al salón del hostal y dejamos a PR terminando de recoger sus cosas. A estaba exhausto. P estaba comiendo frutos secos. J no sabía sentarse en el sofá. Yo simplemente intentaba coordinar la respiración. PR llevaba media hora en la habitación. Por fin apareció. Fuimos a mirar que no nos hubiésemos dejado nada por allí y vimos que la maleta de PR y todo lo que había debajo de la cama seguía exactamente igual. Entonces le preguntamos a PR qué había estado haciendo. Y PR contestó: “He estado buscando el candado de la maleta”. Volvimos de nuevo al salón a sentarnos. Quince minutos más tarde ya sí terminó y dejamos las maletas en el coche, y fuimos al supermercado a comprar cosas para hacernos los sándwiches para el viaje. Estuvimos diez minutos frente a los embutidos envasados sin saber qué comprar. El trayecto hasta el supermercado se nos hizo lo más eterno del mundo, a pesar de estar a escasos cinco minutos. Las cuestas eran disparos directos en la sien. J y A se compraron una bolsa de pan Bimbo (sin corteza). P y yo cogimos otra (con corteza). PR se iba a comprar una barra de pan. Pero al final se unió a nosotros. No nos dimos cuenta, aunque yo avisé a P, que con PR nos iba a falta pan y que deberíamos de coger otra. P dijo muy seguro que no, que él había hecho las cuentas y que cabíamos a siete cada uno. Regresamos al hostal y nos hicimos los sándwiches. Cuando yo terminé de hacerme los míos y P comenzó con los suyos, al momento se dio cuenta de que nuestra bolsa estaba prácticamente acabada. Yo le dije que me había hecho seis sándwiches y medio, que era imposible. Entonces P dijo que cabíamos a siete rebanadas de pan cada uno, no a siete sándwiches. Así que tuvimos que ir P y yo otra vez al supermercado a por otra bolsa de pan Bimbo. En el camino de vuelta, vimos a una chica increíble. Jodidamente increíble. No era alta. Castaña. Llevaba un gorro de lana. Unas botas. Una bufanda. Y no recuerdo qué más. P dijo que ésas eran de las chicas peligrosas porque te enamoras sin que ella haga absolutamente nada y es cuando da lugar a una locura intransitoria. Cuando estábamos montados en el coche, apareció el dueño del hostal que había salido a comprar algo y se despidió de nosotros. Nos pregunto si estaban las tres llaves (dos de la puerta de fuera y una de la habitación) y todos dijimos: “Sí, sí. Están en la habitación”. En realidad en la habitación sólo había dos. Le dijimos a J que le diera alegría al coche y que saliésemos de allí cagando leches. Entonces J preguntó que hacia dónde tiraba. Y P le dijo que a cualquier sitio, pero lejos del hostal. Y aceleramos sin rumbo. El gps no funcionaba, es decir, que estuvimos dando vueltas por Lisboa un buen rato. Yo le decía a J que intentase ir hacia el mar (es decir, hacia abajo, porque estábamos casi en la parte más alta de la ciudad) pero J no sé qué hacía que cada vez íbamos subiendo más. J la noche anterior no había bebido apenas porque le tocaba a él conducir durante la mayor parte del viaje de vuelta. Cuando llegamos a la parte baja, el gps ya funcionaba. Salimos y ya sólo quedaba encontrar una gasolinera. No llegamos a estar en reserva pero la cosa se estaba poniendo tensa porque no veíamos ninguna. Durante todo el camino intenté dormir pero fue imposible. No cogía la postura. Kiss fm de Portugal es igual que Radiolé de aquí. Por eso la radio hasta que salimos de Portugal iba apagada. Mientras estaba escuchando el mp4 recordé algunas cosas más de los días anteriores. Por ejemplo, cuando PR dijo el primer día que aquí en Lisboa era imposible saber si los taxis estaban libres o no. J le explicó que simplemente había que mirar si tenían la luz verde. Igual que en España. Pero PR insistía en que no. Lo más que cedió fue: “Vale, se puede saber pero sólo si los ves desde atrás. Desde delante, no”. Otra fue cuando en el trayecto de ida, ya en el último tramo que lo hizo J, cuando pasamos el peaje, entró por un carril en el que había una máquina para introducir el dinero. Queríamos probar si el famoso papel del bonus de los peajes que compramos por internet servía, y fuimos a hablar con la persona que estaba allí en la cabina. J empezó a dar marcha atrás y puso el coche perpendicular a todos los carriles para entrar en los peajes. Un coche, al ver la que estaba formando, decidió frenar en seco y le indicó a J que continuase haciendo lo que coño fuera que estuviera haciendo. Pero J le indicó que pasase él primero. Remarco el detalle: estábamos con el coche “atravesado” en mitad de un peaje. El hombre del coche insistió en que siguiéramos, que él esperaba. J aumentó la intensidad de los gestos de la mano diciéndole que pasase. Pero el hombre, que encima iba con una niña pequeña, de ninguna de las formas iba a hacerlo porque la situación parecía que justo cuando él pusiera el coche en marcha, J colisionaría contra él. La situación indicaba a ello. Así que por fin J se dio cuenta de que no iba a pasar antes que nosotros. P miró al hombre que estaba en el peaje y nos dijo: “Mirad allí”. Estaba haciendo aspavientos con las manos como diciendo que iba a llegar en breve un helicóptero de la “Guardia Nacional Republicana” para arrestarnos a todos. Misteriosamente, de nuevo, no pasó nada. Nos paramos sobre las 14:00 en una gasolinera para comer. Y ahí se produjo otra conversación absurda. Aunque he de reconocer que fue un malentendido por parte de P y mía. Mientras comíamos, una avispa se nos acercó demasiado durante un buen rato, constantemente. La avispa se fue para PR y, P y yo escuchamos que PR le dijo a la avispa: “¿Illo qué haces?”. Mirándola fijamente. P y yo nos reímos como nunca. A, J y por supuesto PR, no entendían por qué. Se lo dijimos y ya nos explicaron que fue A quien le dijo eso a PR. Pero nos reímos de todas formas. También hubo un momento en el que todos pensamos que la llave que faltaba se la había traído J en el bolsillo. Pero resultó que no. O eso dijo. Faltando una hora y algo para llegar a Sevilla, J me dijo que estaba cansado, que le relevase. Diez minutos después de cambiarnos, vi que un coche que iba por el carril derecho frenaba casi por completo y que un autobús que iba por el mío, lo hacía también. A empezó a gritar “Illo, illo, illo”. J encendió las luces de emergencia. Yo no sabía qué estaba pasando. Pero al mirar hacia la derecha, vi a un perro en mitad de la autopista. Ahí tampoco tienes mucho margen de maniobra porque puedes empezar a dar vueltas fácilmente. Así que me fui levemente hacia la izquierda, y no sé cómo, conseguí evitarlo. Llegamos a Santa Justa, dejamos el coche y cogimos el autobús. Durante el camino, volvimos a preguntarle a J y a A cómo se perdieron el sábado por la noche, si estábamos todos juntos. A dijo que J fue a no sé qué, que él lo esperó y que después ya no estábamos. Entonces PR dijo que sí, que él vio que se quedaban atrás. Le preguntamos a PR que si vio que se quedaban atrás por qué no nos avisó, que íbamos delante y no nos dimos cuenta. A lo que PR contestó: “Yo qué sé. Yo seguí con vosotros”. Ahí estábamos demasiado cansados del viaje así que pasamos a otro tema. Llegué a casa y mientras me daba una ducha caliente, llegué a la conclusión de que hay peajes que ni de coña merece la pena pagar. Sabes de sobra a lo que me refiero.

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