lunes, 19 de noviembre de 2012

FRÁGIL COMO UN TANQUE RECIÉN PINTADO

Miro por el retrovisor el paisaje y tu reflejo, que ya forma parte de todo. La playa en invierno también sucede. Debajo de los jerséis de lana asoman nuestras cicatrices pasadas. Con tu nombre y apellidos. Con mi nombre y tu color de uñas. Será difícil. Pero andamos por la arena fría y en nuestras huellas se inmovilizan los orgasmos que quedan por pintar y por morder. Vas tú primero. El viento pega la ropa al cuerpo pero estamos aquí, como si nunca hubiese existido otra cosa. Tu pelo está más oscuro que en verano. Casi del color de la cerveza negra. Luego cambia. Y más tarde cambiamos nosotros. A veces te acercas y a veces te pareces más a la marea que sube sin preguntar. Y son iguales los abrazos que das desde lejos o desde cerca. Regresamos al piso y creo que también lo hacemos a lugares nuestros que no conocimos. “No se está tan mal, después de todo” dices mientras eliges la ropa para dormir. Aunque vayamos a dormir sin ella. Follar contigo es sentir cómo rompen mil olas en mis ojos abiertos. Nuestras huelgas de hambre siempre fueron hartarnos de comer fuera para seguir con más hambre todavía. No he querido ser otra cosa que el naufragio reversible en el que recaes inevitablemente, para después cagarte en mis muertos. No hace falta que te diga el tsunami que eres para mí. Pero te lo digo. Para después cagarme en los tuyos. Y así, vamos construyendo acantilados para sentirnos radiantes en cualquier lugar. Llueve afuera pero tú estás dentro. Llueve y se escuchan las gotas contra el suelo, y andas en calcetines por la casa. Puede llover más fuerte, pero no puedo pensarte más, no soy tan físico (Frase original: “No puedo amarte más, no soy tan físico”, Rafael Espejo). Cada vez que duermo contigo, sueño con abismos que no hacen daño y amanezco con quemaduras de tercer grado en todo el cuerpo. En algunas zonas más que en otras. Cada vez que duermes conmigo, no sé qué es lo que sueñas, pero me gusta. Y te pegas a mí como si hubiese un ladrón merodeando, como si estuvieras segura de algo que no sabes qué es, o simplemente porque es lo único caliente que tienes a mano. En cualquier caso, me gusta igual. Porque esta parte de La Antilla está en alto y el frío aprieta. Y siempre está de más congelarse sin motivo. Puedo esnifar el sol de invierno en la piel que abandonas antes de despertarte. Puedo conquistar Groenlandia en tus tobillos sin que la ONU pueda hacer una mierda para evitarlo. Sin embargo tú, puedes hacer que me coloque, simplemente girándote y subiéndote el nórdico hasta el cuello. Voy al salón y “El rey pálido” de David Foster Wallace recompone los muebles antes de que aparezcas. La lámpara alumbra lo justo. Las páginas pasan despacio y sin mirar atrás. Entonces apareces, vestida ya, dormida aún, frágil como un tanque recién pintado, para inaugurar la batalla. Y es aquí cuando guardo mi bandera blanca y te digo, que puedes invadirme cuando quieras.

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