miércoles, 19 de septiembre de 2012

CREO QUE AL FONDO ESTABA LA TORRE EIFFEL. PERO NO ESTOY SEGURO

No haces nada, y pasa algo. No hace falta dar tirones para acercarse. Ni tampoco alejarse para enfriar la habitación. Pero no hay un fin de semana en París que arregle un miércoles insoportable en Sevilla. Porque a menudo lo que no funciona no es una cuestión de geografía. Por suerte o por desgracia. La lencería roja finísima, el vestido negro indicando el camino a seguir, los labios pintados con una arteria cortada, los tacones que llenan de excesos la avenida. Todo eso está bien. Por no decir que está jodidamente bien. Pero es lo de menos. Una cena perfecta con un violinista elegido a la carta, con ostras y tarta de queso que revalorizan el paisaje. Esto no está tan bien como lo anterior, pero tampoco está tan mal. Y sigue siendo lo de menos. Aún más. Y vuelta al hotel, con la cama hecha, con sábanas de diseño, con cortinas de seda que no tienen ni puta idea de lo que es sentirse vulnerable, con la luz tenue que ameniza que los maniquís estén cada vez más desnudos y el teléfono veinticuatro horas disponible, siendo la única forma de cumplir realmente lo que se quiere. Se descuelga. Pides. Gracias. Y adiós. Así debería de ser. Y por supuesto, unas vistas inmejorables a la Torre Eiffel por la ventana, encajando como una fotografía programada. Todo está en su sitio menos lo que tiene que estar. Realmente espléndido. Realmente triste. Sin embargo, a mí me estorba tu ropa interior. Entorpece considerablemente tus vistas. Hemos cenado ensalada, con un vino de 10 euros, con mi barba arañando tus pupilas y sin tener la más mínima idea de qué coño se ve por la ventana cuando follamos. Como si no hubiera nada mejor que mirar en ese momento.

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